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La muerte, en contra de lo que se cree, no convierte a nadie en santo. Ni la ancianidad. Ni tan siquiera la infancia… Pero su caso es distinto. Paco es un buen hombre… Un buen hombre que mira ahora la habitación que comparte, a sus ochenta y pico de años, con Javi. Paco ha comprendido que el tiempo vacía las vidas de objetos y las llena de recuerdos, casi nunca gratos. Pero él, inexorablemente, se queda con estos últimos. Sabe que quejarse es ejercicio estéril…

Paco mira el minimalismo forzado de la alcoba –el que le impuso la institución el día de su ingreso-. Una foto de Ella, el rosario heredado de su padre, algo de ropa y los típicos utensilios de aseo personal…

Paco abre la maleta de cartón… Como la que portaba invariablemente Martínez Soria… Resistente, como su generación. Es consciente de que su viaje no conduce a ninguna parte. Tan solo a una estación para ver ese autobús al que no se subirá o a ese muelle que se convertirá en meta. Se sentará… Esperará… Eso es todo…

En la maleta de cartón solo deposita la foto de Ella. Porque, a esas alturas del recorrido, la higiene le importa un comino. Para el rosario están los bolsillos… Y la va llenando de cosas invisibles, pero no por ello irreales. Como con ese hermoso sueño que tuvo al enfermar. En él, un sinfín de palomas penetraban en su alcoba para preguntarle que qué tal, que llevas días sin venir, que qué te pasa… La llena, sí, con la voluntad de vivir con dignidad, esa que adquirió en lejana posguerra… O con el perdón que logró finalmente conquistar por lo de sus padres, muertos en la contienda… O con el esfuerzo que esa misma posguerra le exigió a él y a tantos otros (ese que echa, hoy, tanto en falta)… O con la quimera de morirse en una España ya y definitivamente en paz… O con el futuro machadiano que anheló para los nietos que no le dejan ver (su nuera afirma que visitar a ancianos, deprime)… O con los versos aprendidos en las escuelas de pupitres de madera recia en los que jamás faltaba un corazón que expresaba anónimas querencias…

Se pregunta si todo eso cabrá en tan poco espacio…

Deberá –se dice- habilitar un recodo para las palabras heredadas de su madre y que le hablaban de tolerancia, sacrificio y honradez…

Paco no sabe, entonces, a ciencia cierta, si lo que le urge es huir del asilo o del país entero…

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Puede que, incluso, del mundo…

¿Quedará espacio? –se repite ahora bajo el acompasado son de los ronquidos de Javi-.

La maleta sigue aparentemente vacía, excepción hecha de la foto de quien le acompañó durante décadas y un día optó, sin libre albedrío, por abandonarle…

Paco está cansado… Del parchís, de las frases protocolarias de las enfermeras que pretenden consuelo imposible, de las actuaciones musicales de los jueves, de esa desnudez en ocasiones forzada que priva al hombre de su dignidad, de esa mujer que aún busca, como la María Josefa de Lorca, echarse novio y procrear, del arco iris que dibujan los medicamentos dentro de su pastillero, de los políticos inútiles que han roto el sueño de esa España que siempre acunó, de la vulgaridad, de la televisión en multitudinaria compañía de extraños, de esa sala de estar donde se espera lo que todos saben y pocos acatan, de ese mundo para el que nadie le preparó: el de la mentira, el de la deslealtad, el de la indecencia, el del cainismo resucitado, el de la visceralidad… 2016.

Por eso huye con la maleta de cartón, con la maleta de Paco Martínez Soria…

Lo encuentran finalmente muerto en un banco de la Explanada. Como en su sueño, el cortejo fúnebre lo componen respetuosas palomas, silentes, inmóviles... Junto a él, la maleta. Un municipal, que jamás leyó «El Principito», la abre y únicamente sabe ver la foto de Ella. Los ingredientes de una vida digna que nadie parece querer vivir ya se libran de su encierro… Es su herencia que vuela hacia la utopía…

Un conocido asevera –y con razón- que Paco habría sido un buen presidente del Gobierno…