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En el Foro de la Illa del Rei se oyeron algunas cosas que, después de dejarlas reposar, siguen sorprendiendo. Paco Tutzó reiteraba una pregunta que desde hace unos años se repite como la marea: ¿Estamos a la altura -entiendo que empresarial- de nuestros antepasados? Creo que no se refería a los talayóticos, sin duda grandes emprendedores, sino a los del siglo pasado, que levantaron las industrias que nos dieron de comer durante algunas décadas. A esa pregunta se puede añadir una expresión atribuida al arquitecto Antonio Vivó sobre que los menorquines «no tienen dinero» para invertir.

Quizás por eso, una parte muy considerable de la iniciativa inversora que se percibe en la Isla en este momento está protagonizada por personas de fuera de la Isla. Los franceses son quizás el paradigma. Gay de Liébana dice que la causa es que huyen de su país, «por algo será», pero lo cierto es que están adquiriendo o alquilando fincas y viviendas, algunos para residir en ellas, pero muchos para desarrollar proyectos «románticos» (porque surgen de sueños bonitos y no buscan, y quizás no la encuentren, la rentabilidad a corto plazo) como son la siembra de viñedos, la reforma de casas señoriales o la transformación de edificios rurales en residencias turísticas. Que inviertan ellos no es malo, todo lo contrario, pero también sirve para preguntarse en qué invierten los menorquines o quizás es que emprendemos poco y barato.

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Esos inversores foráneos en parte están creando una Menorca paralela, la del lujo, que no hace cola en Macarella, sino que llega a caballo hasta una playa inaccesible, donde le espera una selecta cena bajo la luna llena.

Antes éramos reacios al turismo y ahora (hay excepciones) quizás tampoco seamos protagonistas de la apuesta por lo que llaman el «turismo de calidad».