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Me encontraba ayer procrastinando tan ricamente cuando -de improviso- escuché una voz que hablándome en tono intimista y algo misterioso agitó mi espíritu, desactivando por tanto de manera cruel mi hasta entonces envidiable placidez. La voz no era de Chávez, eso seguro, porque no la emitía un pajarito, y gracias a Maduro sabemos que el gran Hugo se materializa preferentemente en ese formato cuando ha de infundir ánimos o impartir doctrina (en vida lo hacía a través de su adulador de cabecera, Pablo Iglesias). Tampoco parecía la voz de Kennedy, aunque el mensaje me sonaba a alguno de sus discursos, concretamente a aquel en el que instaba al personal a preguntarse no tanto lo que su país podría hacer por ellos sino lo que ellos podrían hacer por su país. Y eso era justo lo que decía la misteriosa voz que me hablaba desde el éter.

¿Serán Puigdemont o Junqueras?, pensé. No creo: Carles está liadísimo montando un pollo de campeonato (ya se sabe que cuando un paleto se viene arriba tiene más peligro que un mono con una catana) y apuesto a que no tiene tiempo como para perderlo con psicofonías. A Oriol tampoco le veo interpelándome; su agenda entregada en cuerpo y alma al proselitismo (es una pena que no se decantara por la carrera eclesiástica, donde tanto su perfil morfológico como el espiritual encajarían a la perfección y donde la fe goza siempre de mayor predicamento que la razón), su apretada agenda, digo, no le permitiría frivolidades como la de vacilarme paranormalmente.

Aznar tampoco creo que fuera: ni la voz tenía acento americano ni me susurraba en catalán a pesar de que por la cadencia parecía encontrarse en la intimidad. De Rajoy ni hablamos, estará ahora más ocupado en no equivocarse al meterse en el baño de señoras en la Casa Blanca que en disturbar mi paz.

Solo quedaba suponer que quien me hablaba fuera entonces la voz de mi conciencia, de manera que me dispuse a buscar respuesta razonable a tan inquietante reto.

¿Qué puedo hacer yo por mi país? ¿Abanderar un proyecto nuevo e ilusionante? El problema es que no soy mucho de banderitas. Mi sentido de pertenencia se limita a mi familia y mis amigos, y no tenemos bandera. A todos los demás tiendo a valorarlos por sus hechos o acaso por las intenciones de sus hechos. Ya de pequeño me extrañaba ver en la tele a esas multitudes coreando consignas y agitando trapos rojigualdas en la plaza de Oriente jaleando al señor de bigote recortado, no digamos a los de la cruz gamada entusiasmados con el bigote de Chaplin. Un poco más crecidito empecé a olerme que a la gente le mola constituirse en masas; que el placer que por lo visto proporciona sentirse parte del grupo debe ser tan fuerte como para hacerse el loco cuando los del balcón te cuentan milongas de dudosa credibilidad, o falacias del todo a cien directamente. No te vas a poner quisquilloso cuando vas envuelto en una bandera en medio de la manada (entre otras cosas porque te puede salir caro).

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Pero entonces, ¿que acción mía podría ayudar a mi país?

Ya lo tengo.

En las próximas elecciones me presento al Senado ¿vale? Hago la siguiente promesa: si salgo elegido renuncio al sueldo y las dietas de senador, renuncio a la jubilación de senador y cualquier otro privilegio que acompañe al cargo, renuncio en definitiva a aparecer por allí.

Muy importante: Esta promesa la registro ante notario, no vaya a ser que una vez elegido y acomodado en el mullido escaño me arrepienta y me incorpore al Grupo Mixto y me dedique, como Ramón Espinar (quien el 15M compartía conmigo lo innecesario del oneroso Senado) a pontificar en tono de lo más didáctico (cuesta hacernos comprender, pobres desinformados) desde su parapeto tan innecesario como generosamente remunerado.

De esta manera, si cundiera el ejemplo, por cada senador renunciante que me imitase podríamos crear dos, o quizás siete (ignoro los detalles pero intuyo que nos cuesta mucho más un mal senador que un buen médico) plazas de cirujano en el sistema de la Seguridad Social.

¡Coño! si mi plan sale adelante ya hice algo por mí país sin agitar una sola banderita.