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Morí en lluviosa y fría noche. O no. Cuentan que fui el último que la espichó en ese hospital. En 2007. Un certificado de defunción lo acredita. Por ende recuerdo haber visto desde la distancia mi propio cuerpo, con piel mudada en cera y lágrimas en los ojos de una enfermera. Lo siguiente será –me dije- lo del túnel. Y lo de la luz al final del mismo. Pero no hubo ni lo uno ni lo otro. Simplemente me quedé a medias, ahí, observando... Como un lelo. Con el tiempo, «Es Diari» y «Cuarto Milenio» me bautizaron. Se referían a mí como «el fantasma del 'Verge del Toro'». Acojona leer eso... Por cierto: he de advertir que, a pesar de mi incorporeidad, puedo ver, moverme, oír, emitir sonidos y sentir...

Después de aquello (ya saben: lo de la lluviosa y fría noche) sentí pánico. Nada hay más aterrador que no estar en parte alguna. A no ser la total incapacidad por comprender. Para paliar esa desazón eché mano a mi condición de creyente y le exigí a Dios explicaciones. O, en su defecto, que se decidiera. Pero Dios se quedó mudo...

La vida (o lo que fuera eso) seguía. Consecuentemente opté por vivirla. Que a todo se acostumbra uno...

Desde mi nueva condición asistí al desmantelamiento de 'Sa Residència'. Contemplé como se vaciaban habitaciones, consultas, despachos, cajones... Por las primeras y las segundas habían pululado sentimientos (de gozo o miedo). En los terceros y últimos habían yacido, durante décadas, expedientes de vida, enfermedad y muerte. Dentelladas de historia viva de Menorca. Observé a los obreros. Cada vez eran menos. Esa disminución –lo entendí tempranamente- no era sino indicio de que el cierre definitivo se acercaba... Y sentí entonces un enorme pesar. Ahí había nacido. Cuando el edificio estaba en el extrarradio y las vacas pacían, silentes y tranquilas, en tanques cercanas que se podían divisar desde las ventanas hospitalarias. O eso te había contado tu madre. Ahí acudí cuando el cuerpo me pidió una ITV. Ahí me despedí de mi padre... Ahí vi como la vida se mostraba desatenta para unos y cordial, para otros. Aterradora, finalmente, para con todos... Prólogo y epílogo.

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Decidí quedarme. De hecho no tenía a donde ir... Probablemente –me dije- la convertirán en un geriátrico, uno en el que los ancianos puedan pasear o contemplar las espléndidas vistas de una ciudad eternamente lamida por un Mediterráneo en retirada...

Me acomodé en la 212. Estaba vacía. Pero eso no constituía, al parecer, problema alguno para un espectro como yo. La elección no era gratuita. En esa habitación habían ocurrido cosas personales importantes. Y reorganicé mi existencia. Por las mañanas, invisible, deambulaba por la ciudad, entraba en algún café y, oteando sobre las espaldas de algún cliente, me daba por leer las páginas de los periódicos. Observé, durante una década, las perversidades de los vivos y me pregunté, invariablemente, quién era, en definitiva, el fantasma.. Por las tardes me echaba una siesta –como lo oyen- y, tras ésta, recorría todas las estancias del vetusto edificio... En una pared alguien había dibujado una cruz. En un cajón desasistido anidaba una felicitación al cuerpo de enfermería firmada por una tal María. En cada rincón emergía el pasado: un oso diminuto, una extraviada radiografía, una silla descuartizada, un viejo archivador...

Sé que metí la pata porque, en ocasiones, mis andanzas nocturnas fueron percibidas desde el exterior. Aunque, a la postre, aquello fue fortuna, porque contribuyó a salvaguardar el lugar. Que el miedo tiene esas cosas...

Hoy sé –café matutino, ya saben- que en 2019 me van a desahuciar. Y me alegro porque 'La Residencia' volverá a paliar dolores y a endulzar la vida de muchos. Tendré que marcharme... Pero ahora ya no le pregunto a Dios por mi estado porque conozco su respuesta. Haber sido fiel guardián y espectral celador de ese edificio durante una década, salvaguardándolo de la barbarie, no ha sido mala cosa. 'La Residencia' se lo merecía, por habernos ayudado a vivir y por habernos ayudado a morir...