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El Presidente observaba, desde el coche oficial, las calles de la capital. Siempre eran las mismas. De su residencia oficial al Parlamento y viceversa. La ciudad había quedado reducida a ese itinerario. Se sentía preso. Era, la suya, una condena curiosa por voluntariamente aceptada… De hecho –y ante la iterada pregunta- había manifestado que se sentía bien y que pensaba repetir… Los ciudadanos se habían vestido de Navidad. No sin añoranza se los quedó mirando: madres y padres en compañía de sus hijos, abuelos con sus nietos saliendo de grandes almacenes y parejas de enamorados que se besaban en los recodos, arropados de futuro. Unos empleados entraban en tascas. Otros, en restaurantes. Entre sonrisas y bromas consumían cervezas, vinos tintos y taquitos de queso o jamón serrano. No todos eran –pensó- felices, pero le echaban coraje a la existencia, tan mudable…

Le dijo al chofer que diera hoy un rodeo… Quería divisar, aunque únicamente fuera detrás de un cristal tintado, blindado, el pulular humano de la urbe… El conductor accedió con reparos, consciente de que, con ello, alteraba las normas de seguridad, estrictas… Al Presidente le hubiera gustado apearse, meterse en una tasca, fundirse con la gente, tomarse también él unas birras, darse un baño de vida… Llevaba años sin hacerlo. Probablemente no podría hacerlo ya nunca… Mandó parar el coche junto a Callao y le ordenó al subalterno del volante que le hiciera un recado… Obedeció. Estaba acostumbrado. Los escoltas se quedaron pegaditos al automóvil, intentando disimular lo indisimulable… Al cabo de unos minutos el empleado regresó con un disfraz de Santa Claus…

El President optó por regresar. Anhelaba abandonar Bélgica y regresar a su tierra natal. Aquella era una época propicia. Cuando en la plaza Bourg de Brujas se enteró de aquel inaudito viaje se apuntó… Un grupo de belgas, vestidos de Papa Noel, habían organizado un viaje turístico a Madrid. Por lo visto había sido una divertida ocurrencia de la empresa en la que trabajaban. ¡Madrid! –musitó, con disgusto-. Pero lo básico era poder entrar… Una vez ahí ya se vería. Utilizó sus influencias, se embutió en su disfraz y, alardeando de un francés aceptable, se incorporó al grupo. Cruzaron la frontera sin problemas…

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El Presidente, disfrazado de Papá Noel, entró, protegido por el anonimato, en La Sirena Verde de la Gran Vía… No llamó la atención. Se sentía feliz. El coche oficial, aparcado. Los guardaespaldas, junto a él. Se había paseado por el centro de Madrid, por la Calle Mayor, por Arenal, por… Finalmente estaba ahí, como cualquier hijo de vecino, bebiendo sin mesura, saboreando cada instante de esa libertad inesperadamente adquirida, charlando con el vecino de barra… ¿Por qué carajo había cambiado todo aquello por un cargo? Se dijo que por responsabilidad. Y se lo creía… Incluso perdió su frialdad expresiva contando a una de las camareras, con inequívoco deje gallego, un chiste un tanto subido de tono…

El autobús belga los dejó en la Plaza España, que ya era coña… El objetivo estaba parcialmente cumplido. El President se separó del grupo y se metió en un restaurante. La Sirenita Verde rezaba el rótulo. Vestido de Santa Claus fue deambulando por el establecimiento hasta que divisó a un igual... Hubo empatía entre ambos. Se auto invitaron a tragos y copas. No faltó alguna referencia a la cuestión catalana. Al parecer, entre ambos, existían serias diferencias, casi abismales, pero el vino o las fechas ejercieron de sabias. Salieron del local y los dos hombres, vestidos de rojo y blanco, fueron cerrando bares. Uno de ellos pensó que todo sería distinto si Rajoy fuera así de majo. El otro anheló que Puigdemont fuera tan cachondo como su compañero de traje. ¡Qué fácil sería entenderse entonces!

Un abrazo marcó la separación. Se fueron contentos. Y con una extraña sensación. A cada uno de los Santa Claus le había parecido conocida la voz del otro… Cosas, probablemente, de la Navidad…