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Hace cien años el mundo era tan o más apasionante que ahora. El arte de Picasso, la genética de De Vries, la lucha por los derechos de los negros de Du Bois, las sufragistas británicas que consiguieron el derecho al voto en febrero de 1918, el impulso de la física de Einstein. La ciencia no ponía límites a la investigación y existía una sana competencia por la paternidad de los descubrimientos. El arte que valía la pena escandalizaba y aun así triunfaba. Es la época en que no solo se asume como incuestionable el origen y la evolución de las especies, sino que crece el darwinismo social basado en la idea de la supervivencia del más fuerte. Las teorías (incluso algunas prácticas terribles) sobre la eliminación de «los débiles» encuentran eco en una sociedad miedosa, a punto de penetrar en la Gran Guerra. Por suerte, científicos y artistas fueron capaces de contrarrestar con datos y con la libertad de expresión la tendencia al odio.

Hoy vivimos mucho mejor, incluso los que no cuentan con la capacidad de depredar tienen más posibilidades de ser protegidos y respetados. Sin embargo, no somos capaces de liberarnos de los miedos, que alimentados por las ideologías, nos impulsan a la radicalidad, que siempre busca enemigos.

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El darwinismo social situaría hoy en la diana a los nacionalistas y a los inmigrantes. Además se cultiva el objetivo de la opinión mayoritaria, la imposición de un relato y la sensación de que quien no lo comparte se sitúa al margen, va en contra del bien común.

Podar las ramas que más crecen en lugar de regar el árbol es una forma de empobrecer la sociedad en que vivimos. La tendencia a negar la libertad de los que discrepan es preocupante. Los medios de comunicación somos más responsables que las redes sociales. Por eso nos toca no buscar al ciudadano afín, sino intentar mediar para que la libertad de expresión de las personas se sirva de la información fiable.