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Estoy convencido que a mí me afecta de manera especial las estaciones del año. Por ejemplo, la llegada del otoño en que me entra la vocación por la lectura, suelo disfrutar con la maestría literaria de Pau Faner, todo y que también me meto por las regias trochas que ilustran mis ignorancia medievales, sin otra licencia que la curiosidad por querer saber cómo se las gastaban aquellos a quienes los que ejercían de plebeyos, les regalaban títulos y honores de nobleza, como si la nobleza formase parte de un extraño regalo que solo heredaban los que por el hecho biológico de nacer en alta cuna ya se les sabía nobles.

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Otro gallo habría cantado si la nobleza se tuviera que ganar por los hechos. Si así fuera, un noble tendría la verdadera nobleza de serlo por méritos propios y no por la caprichosa circunstancia de unas leyes decimonónicas, como aquella anécdota de la mujer de un general en un país asiático que tras el parto le preguntaron qué había tenido, y entonces, ni corta ni perezosa contestó: ¡¡Un general!! Y tenía razón, porque unos años más tarde sin ningún mérito reconocido, se estrenó de general, empleo que también tuvo su padre, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo y así hasta el infinito.