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Asumes la frase de Diógenes: «Cuánto más conozco a las personas, más quiero a mi perro». Tal vez porque hayas cumplido ya los sesenta y dos años o porque tus utopías particulares se hayan desmoronado lenta, pero inexorablemente o porque el futuro onírico sea, hoy, un presente maloliente o porque hayas constatado que el hombre no cambia, salvo en apariencia. Matáis por placer -directamente o por omisión-; calumniáis; os deja indiferente el mal del otro, etc... Pero, de esa galería de los horrores, te inquieta, de manera especial, la gestión del dolor. Tal vez porque en esa «administración» del sufrimiento, el ser humano haya alcanzado las más altas cotas de mezquindad...

- Estás hablando del padecimiento ajeno...

- Sí –te contestas-. No en vano alguien –no recuerdas quién- dijo que «nadie toma conciencia sobre el dolor ajeno –lamentas las reiteraciones- hasta que le toca sufrir» -te contestas-.

Así, las grandes empresas farmacéuticas -tampoco, evidentemente, los gobiernos- no invierten en la investigación de aquellas enfermedades mal denominadas «raras» porque, simplemente, estas no resultan rentables, al tenerlas un porcentaje mínimo de la población. Se tasa, pues, al enfermo y se le clasifica, como se clasificaban en los campos de concentración nazi a los presos. Aunque los catálogos actuales son más sutiles y, como tales, más imperceptibles y, a la postre, más letales. La culpa, finalmente, es del enfermo. Debiera de haber contraído este otra dolencia, común y con mayor número de afiliados. Una de esas que dan réditos, equilibran balances y dan cifras loables a presentar en pertinentes consejos de administración...

El dolor, ajeno, sí, es igualmente útil para aumentar la popularidad de uno. Sin ir más lejos –y no dudas de la autenticidad de sus sentimientos- la reina Letizia se puso recientemente en contacto telefónico con don Miguel Ángel Escaño, alcalde de Totalán, para interesarse por Julen y su familia. Un desplazamiento discreto hacia esa localidad hubiera sido, tal vez, exigir demasiado. Lo malo -piensas ahora- no es la llamada, sino la publicidad que de esta se ha hecho. Y recuerdas aquella bellísima recomendación evangélica: «No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha» (San Mateo, capítulo 6, versículo 3)...

- La caridad verdadera...

- Es anónima -te respondes, nuevamente-.

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A ese uso del dolor se han apuntado futbolistas, escritoras analfabetas a las que les escriben sus inanes memorias, cantantes y vividores varios, en el olvido, que parecen querer revivir gracias a esa imagen captada junto a la cama hospitalaria de un niño con leucemia o alcaldes/alcaldesas retratadas junto a la mesa camilla de una centenaria con insoslayable ramo de flores incluido...

- Huele a…

- ¿Miseria?

Y ese otro dolor que entra en los platós de televisión, en los que pseudo-periodistas fardan de haber obtenido datos inéditos sobre la enfermedad de tal o cual famoso, entablándose, al respecto, un vomitivo debate exento de cualquier mínima muestra de humanidad...

O cuando es, incluso, el que padece el sufrimiento el que explicita ante una cámara su propio quejido, no para concienciar a una sociedad dormida, sino, simplemente, para recibir suculentos dividendos en moneda y popularidad o...

No le faltaba razón a Diógenes. Cuando Roig deambulaba por casa e intuía un dolor tuyo, se empecinaba solo en aferrarse a ti y quedarse acurrucado a tu vera, lamiéndote, compartiendo tu pesar y ofreciéndote todo el calor de su irrefutable animalidad...

Se puede caer bajo. Muy bajo... Ocurre, sí, con el dolor del vecino. Hasta que el sufrimiento llega a tu/vuestra puerta/s. Y te percatas/os percatáis del lodazal en el que muchos –demasiados- han/habéis habitado. Frecuentemente es una llegada tardía y, por tanto, estéril. Aunque te/os enseñe que el verdadero consuelo se ejerce desde el silencio, la discreción y el anonimato. Es cuando un Séneca, redivivo, te/os susurra su conocido aserto: «Hace falta una vida para aprender a vivir»...