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Hay quien se empecina en creer que la felicidad es el futuro advenimiento de multitud de parabienes. Y, así, en permanente frustración, malgasta, apesadumbrado, la vida. Hasta que la vejez, esa escultora que ultima a destiempo los remates de la obra parida, te muestra, con crueldad, que el paraíso residía en pequeñas cosas… Que no era eso… A toro pasado…

Tú, como todo hijo de vecino, esperaste durante seis décadas ese edén mientras, curiosamente, lo pisabas en tu día a día. Ahora -tarde y, por tanto, mal- sabes que estuviste en él en infinidad de ocasiones…

- Te enrollas…

- Otra vez, sí…

Para ti -¿le importará a alguien?- la felicidad no es, actualmente, más que la suma de grandes sucesos disfrazados de pequeñez. Y uno de ellos, importante, es saborear cada sábado el artículo de Arturo Pérez-Reverte en «XL Semanal», mientras en la Penya te sirven un café que huele a gloria y estás rodeado de compadres que son algo así como familiares de conveniencia… Artículos -los suyos- que te interesan, que te atrapan y, con frecuencia, te conmueven. De hecho, guardas algunos de ellos, celosamente, en una carpeta. Ahí duerme esa dependienta de El Corte Inglés a cuya vida el escritor se acercó con enorme sensibilidad, o, y a raíz de un sombrero, aquella descripción de un variopinto y esperpéntico mosaico humano que deambulaba por la plaza del Sol o, sin ir más lejos, el último, verdadero homenaje a los trenes, pero no a los actuales, sino a los de antaño, tan propicios a intrigas, amoríos y reflexiones. No en vano decía tu madre, mujer bregada de posguerra, que «todas las películas en las que sale un tren son buenas». Y acertaba, como casi en todo…

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Te consta que sus detractores -no hay absolución en el país de los envidiosos- le tildan de chulesco. Y se equivocan. Pero entiendo que Arturo esté, después de lo vivido como corresponsal de guerra, hasta los mismísimos de tanta ñoñez. ¿Qué opinará, pongamos por caso, de un adolescente que se siente frustrado por no tener el último modelo de móvil tras haber visto morir, como corresponsal, a tanto niño, a tanta madre, a tanto…? No es prepotencia, es hartazgo de tanta -lamentas iterar el término- imbecilidad…

- Coincidiste con él…

- Sí, en un restaurante barcelonés. Le reconociste. Te hubiera encantado levantarte y saludarlo. Pero optaste por respetar su intimidad. No obstante -¡natural!- te lo miraste de reojo. Y Arturo, que es perro viejo, lo percibió. A la salida, cuando pasaste en frente de su mesa, te sonrió y te dio las gracias por no haberle jorobado la cena…

En estos tiempos revueltos piensas con frecuencia en él y, por ejemplo, en ese magistral capítulo (¿el noveno?) de «Eva», ese en el que, en plena Guerra Civil española y en suelo marroquí, soldados republicanos y nacionales se aúnan, en franca camaradería, ante un enemigo exterior, aún a sabiendas de que, y por culpa de quien, limpias las manos, dirige siempre el cotarro desde la distancia, tendrán que matarse unos a otros un día de estos/aquellos. Un capítulo que en esta tierra de violencia y cainismo atávicos, debería leerse obligatoriamente en todas las escuelas. Y, ya puestos, «Las guerras de nuestros antepasados» de Delibes y «Patria», de Aramburu, en su posible doble y trágica lectura: vasca y -temes- ya catalana… Y, cómo no, las andanzas de don Hermógenes Molina y de don Pedro Zárate, separados por la ideología pero unidos por Reverte, por el progresivo y mutuo conocimiento personal y la amistad mecida por la, hoy, impensable tolerancia… Te refieres a «Hombres buenos», obra harto útil, paralelamente, para que uno alcance a comprender lo endiabladamente jodido que es eso de escribir una novela…

Gracias, Arturo, por tanto… Te lo digo ahora, entre penumbras de bar también novelesco, mientras leo tu último trabajo y saboreo un café que no debería de tomar. Cosas de la tensión, ya sabes. A la salida, le pediré consejo a don Hermógenes o a don Pedro sobre unas cosillas y luego me veré una película… Eso sí, con tren…