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¿Cómo te imaginas que es un barco japonés hundido en la II Guerra Mundial? Espectacular, ¿verdad? El imaginario popular se ha encargado, a base de expectativas y películas, de ponernos el listón muy. Y la verdad, que, en alta mar, a unos 30 metros de profundidad y unos 75 años después, lo que te encuentras es un gran amasijo de hierro que si bien conserva su forma, las corrientes, la poca visibilidad y la vida marina que allí se ha instalado, altera cualquier percepción.

En Corón, al sudeste de Filipinas, reposa una especie de cementerio de barcos japoneses hundidos el 26 de septiembre de 1944. Las bombas americanas propiciaron, entre guerra, muerte y destrucción, un paraíso para el buceo con navíos que superan el centenar de metros de eslora. A mí me faltó experiencia para entrar en los barcos pero sí que pude bajar al «Akitsushima» y al «Okikawa», los dos más populares.
Las impresionantes imágenes del «Titanic» me habían idealizado con la posibilidad de encontrarme cara a cara con un gran armatoste de hierro, poder ver con perspectiva en todo su esplendor un pedazo de historia. No tuve suerte, la visibilidad me permitía ver unos 5 metros a mi alrededor, siendo generoso. Además, japoneses, chinos y coreanos por todos lados, bajando o subiendo con sus cámaras en mano, formando una suerte de cola desmitificaron todavía más el lugar, transformando lo que debía ser una apasionante inmersión a más de 30 metros en una ruidosa excursión de domingueros.

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Muchas veces la ilusión cede ante la realidad y aunque la experiencia vale la pena y resulta impresionante a menor escala de lo esperado y sobre todo de lo imaginado, te cuestionas hasta qué punto nos hemos encargado más de imaginar que de conocer, fantaseando con cosas que quedan deslucidas frente a la realidad. Como cuando esperas un gran partido de fútbol y resulta un tostón brutal.

No es la primera vez que me pasa. Me pasó, por ejemplo, con el Machu Pichu, en Perú, del que esperaba mucho más. También ocurre al revés, que cuanta menos importancia le das, más te sorprende, como el templo de Angkor Bat, en Camboya para el que todavía no he encontrado las palabras que le hagan justicia.

El problema es más nuestro que ‘de ellos’. La mayoría nos hemos vuelto unos glotones de experiencias, devorando con más ansia que paciencia y queremos, ya que vamos, lo más mejor, lo más maravilloso. Y no solo pasa con los viajes, sino también en el día a día. Hemos subido el listón tan alto, que a veces merodea un sabor de insatisfacción. Y somos estúpidos, porque valoramos más las cosas por lo que imaginábamos que por lo que verdaderamente son.