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Decían que se trataba de un servicio ‘público’. Y te lo creíste. Era agradable coger el pequeño autobús y, plácidamente sentado, darte un garbeo por el puerto, la joya de la corona. Como era igualmente agradable el público que te acompañaba en esa mini aventura de unos treinta apretujados minutos: personas con problemas de movilidad, ancianos que añoraban la contemplación de esas aguas dando eterna pleitesía a Maó, gente obrera que, envejecida, se dirigía a la parte alta para iniciar su curro, abueletes con nietos observando la historia surfeando sobre vuestro pedazo de Mediterráneo y un largo etcétera. Gente sencilla, en definitiva, económicamente escuálida, con problemas –algunos- de salud, cuando no de soledad y que los obviaban transitando, por ochenta y cinco céntimos de euro, por la zona más bella de la urbe. Pero cierto día la ruta se interrumpió. ¡Natural! –te dijiste-. ¡Maldito coronavirus! –continuaste-. Pero volviste/volvisteis a la normalidad y la frecuencia de los trayectos se espació, probablemente exprofeso, para poder presentar luego la línea como innecesaria y suprimirla por espurios intereses económicos, que no sociales... Y, efectivamente, así sucedió, ya que, si entre viaje y viaje tenías/teníais que esperar horas, no era ya viable aquel salvador paseo. Se consiguió lógicamente que su uso descendiera y, así, se alcanzó el objetivo final e inicialmente previsto: mostrar el servicio –que ya no llamarás público- como no frecuentado y, por tanto, prescindible. Tú y todos ustedes ya no pueden, ni podrán bajar al puerto en trole, ni en el número 11, ni en ningún otro… «No era rentable», te dirán –repites-, como si los servicios públicos tuvieran que sustentarse en eso y no más bien en lo contrario... Aludirán al ascensor de inminente apertura, pero habrá gente que eso de nada le servirá, por el simple hecho de que, a duras penas, puede caminar, pero sí podía, en cambio, meterse en su ‘Melis’ y darse, sentado, un consolador paseo por el puerto, ese que no deja de ser vergonzosa materia de permanente experimentación. ¡Qué triste! Básicamente para aquellos que no tienen coche, ni capacidad para andar más de diez pasos, para aquellos para quienes lo del taxi es una quimera… Ya no habrá ancianos solitarios en las faldas de un Maó entristecido, ni minusválidos, ni desheredados de la tierra, ni pobres. Nuevamente el de abajo pierde, más o menos como siempre, al habérsele negado la posibilidad de vislumbrar la indescriptible hermosura de unas aguas que, no lo olvidemos, son de todos... ¡Qué triste! –iteras-. ¡Qué triste jugada esta la del Consell insular!

¿No lo sabía usted? ¿Es eso lo que me está usted diciendo? Pues entérese: el autobús que recorría el puerto tiene ahora, por culpa de unos señores X, otros menesteres... ¡Extraño socialismo este en el que los servicios públicos se mudan en servicios rentables o no rentables y en los que los perjudicados son jubilados, inocentes con dificultades motrices, ancianos, gente trabajadora y personas que, por no tener cash, son de mal vivir. ¡Qué triste, sí, medirlo todo a golpe de máquina registradora!

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Maó ya es otra, pues, porque una parte de su ciudadanía difícilmente podrá recorrer a partir de ahora la costa portuaria. Una ciudadanía cegada con respecto a las aguas de Maó... Maó ya es otra, efectivamente, porque para la supresión de ese autobús se hicieron trampas. Naturalmente el alcalde, un buen hombre que debería intervenir, los concejales, los consellers y la muy honorable presidenta, seguirán bajando al puerto, en su propio coche y sin frenos economicistas y de salud... Lo entenderán tarde y, por lo tanto mal, cuando su cuerpo les descubra lo que es la ancianidad…

Maó le ha hecho perder a muchos sus ojos, su capacidad de ver aquello que era tan agradable de ver... ¿Qué será lo próximo? Probablemente el hecho de que te/os quedes/quedéis sin cines, otros ojos cercenados... ¿Qué será lo próximo, sí? Sin duda una ciudad más gris, más triste y más insolidaria…