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Los amados líderes que mantenemos en nómina parecen haber perdido definitivamente las últimas migajas de decoro que a duras penas aparentaban conservar escondiendo sus miserias tras manoseados trampantojos, cubiertos ahora de desconchones producidos por el fuego amigo, el fuego enemigo y la recalcitrante realidad. Apenas intuyen ya dónde está el norte; la brújula les marea, huelen a humo y se arriman, algunos aterrados, al jefe de filas mientras otros huyen de él a codazos.

Pero empiezo a no sentir demasiada pena por el país al que se supone que representan (el nuestro): les hemos votado, y lo que es peor, les volveremos a votar. Las urnas se volverán a llenar, o casi, y esas papeletas suponen el maná que necesitan para seguir chupando del bote otro ciclo a cambio de bien poca cosa: escalar en su objetivo de permanecer en la foto del partido o adherirse al retrato grupal del partido de enfrente. Cualquier cosa menos perder el jugoso sueldo y las prebendas.

Ellos siguen con su correteo de pollo sin cabeza en busca de herramienta que les atornille a un sillón, sin fijarse ya siquiera en el papelón indigno que representan a plena luz del día en mitad del escaparate publico. Dan vueltas sin pudor procurando responder con reflejos a la señal, como en el juego infantil de las sillas.

Me encanta escucharles cuando nos aseguran que todo esto lo hacen por nosotros; no lo dudes escéptico votante, lo de Murcia, lo de Madrid, lo del vicepresidente mesías que se inmola. Nos tienen un amor y un respeto inconmensurables. Al punto de que pierden sin dudarlo su dignidad por nosotros. Al punto de que son capaces de sostener lo contrario en una comunidad que presiden que en la otra que aspiran a presidir. Al punto de faltar a su honor (al faltar a su palabra) haciendo lo contrario que dicen. Sí, nos aman más que a sí mismos.

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Nosotros deberíamos quizás plantearnos si nos respetamos lo suficiente, desde el momento en que aguantamos décadas de chorradas y engaños y pagamos los salarios de los mismos charlatanes una y otra vez.

Seguirán animando los mítines anónimas caras de entusiastas aplaudidores al vociferante candidato mientras éste promete por enésima vez aquello que sabe quieren oír los «suyos». Seguirán creyendo los «suyos» que a ese individuo le mueve el interés general, que tiene una vocación cultivada sobre una ideología producto de cierta sensibilidad, del estudio, el análisis, la reflexión, la evaluación histórica de las causas y consecuencias de su opción política. Seguirán quizas pensando los votantes que esas personas que intercambian insultos en el Parlamento, en el tan prescindible como oneroso Senado (¿qué tal quedaría reconvertido en residencia pública de ancianos?), en los medios y en las redes; esos que se acusan mutuamente (casi siempre con razón) de traidores, oportunistas, miserables y veletas, esos que les aseguran que resolverán sus problemas, tienen en la cabeza otro cosa que no sean sus intereses personales, que incluyen los de sus partidos, sus estratagemas electorales, sus posiciones dentro del organigrama y su acomodado futuro.

Seguirán manifestándose en la calle personas engañadas, no para protestar por el fraude, sino para apoyar a quienes les timan mientras vayan ataviados con sus mismos colores. No echarán de menos estos fans que en el parlamento se debata sobre los problemas de nuestra sociedad, se hable del futuro de la ciencia, de planes a largo plazo, sobre la sostenibilidad o la

Nacen nuevos partidos que en dos telediarios sucumben a la inercia del cortoplacismo, de la dependencia de las encuestas. Olvidan enseguida su cometido, la razón de ser de su escaño, olvidan que se deben al ciudadano por encima de partido.

Si no cambiamos algo, las cosas seguirán así. Nadie suelta un rico bocado si nadie se lo exige.

No se trata de quemar contenedores, romper cajeros y saquear (de paso) una tienda. Se trata de hacer constar firme indisposición a seguir dando maná a quien no lo merece. Que nuevos políticos lo intenten desde cero. Los actuales no sirven; lo vienen demostrado con increíble solvencia.