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La operación Degollador para echar a entre 25 y 40 personas de los pisos ocupados de Ciutadella ha sido espectacular y silenciosa al mismo tiempo. Espectacular por el despliegue de medios, con los agentes equipados con material antidisturbios. Y el silencio: nadie ha protestado, ni un triste manifiesto antidesahucio, ni una declaración política. En la calle, solo la voz de una sobrina de un ocupante mayor, sentado, triste, en ese sofá de portada, clamando por una ayuda. Y una voluntaria de Caritas recordando que los corazones no pueden ser de piedra.

Sin duda la aplicación de la ley para resolver una ocupación ilegal será correcta. Nada que cuestionar. Por otra parte, este desalojo se produce cuando todavía está viva la reivindicación política del PP por resolver los casos de ocupación y el rechazo que estas peticiones han provocado especialmente en Unidas Podemos.

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Es verdad que en el caso Degollador han pesado las quejas de los vecinos, las denuncias por tráfico de drogas en la zona, pero en el otro plato hay que poner los inmigrantes que no tienen hogar y alguna persona que había convertido un piso vacío en un hogar cuidado. Los pisos pertenecen a la Sareb, el llamado banco malo, sin que ello haya pesado en los argumentarios. Tampoco se ha considerado si en algún caso los obstáculos para acceder a una vivienda digna han sido la causa de la ocupación. Al final llegas a la conclusión de que en la teoría las grandes palabras y las nobles intenciones alientan grandes titulares. En la práctica, el caso concreto no se afronta, incómoda, mejor que pase rápido.

La segunda parte, es la de servicios sociales. Uno de los pocos cargos públicos que ha dado la cara es la concejala Laura Anglada y el equipo de servicios sociales de Ciutadella. Al menos el caso Degollador ha servido para conocer que en la casa de acogida de Sa Vinyeta caben 30 personas, pero solo se puede atender a diez por falta de personal.

Algo falla. ¿O todo ello forma parte de la nueva normalidad?