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La risa, la sonrisa y la carcajada son el esperanto universal de nuestros mejores momentos. Sin ellos no podemos decir al final de la vida que hemos vivido. No se ríe ni se sonríe ni explota la carcajada en nuestra cara en ningún idioma distinto. En cuanto a la tristeza, la lágrima y el llanto, en cualquier parte del mundo serán en cualquier idioma exactamente iguales, tendrán el mismo son, ya que no se está triste en francés ni se llora en otro idioma que el del propio llanto; como decía antes, tampoco se sonríe, se ríe ni atrona la carcajada en ningún idioma en particular. Cuando nacemos ya somos a los pocos días capaces de sonreír, incluso a mandíbula batiente, y apenas asomamos la «gaita» recién nacidos, lo primero que se espera que hagamos es llorar a pleno pulmón. Y si nos retrasamos un par de minutos se nos «regalan» cuatro azotes en el culo para que rompamos a llorar. Dicen quienes lo saben que así se nos desatascan las vías respiratorias. A mí me parece que comenzamos muy temprano a llorar, función que ya no nos abandonará a lo largo de nuestra vida, tanto para reír como para llorar. En situaciones tan distintas se necesita un momento previo, el que induce a la risa o el que induce al llanto. A veces la desaparición de un ser querido nos hace llorar, incluso desesperadamente. Ese llanto viene de ordinario envuelto en una gran tristeza, un gran dolor que no somos capaces de controlar. Todos recordamos cuando vimos llorar a la reina Sofía y al rey Juan Carlos tras la muerte del Conde de Barcelona, porque los reyes también lloran y también ríen. Con todo, rebuscando en el archivo de los personajes que hemos conocido, algunos nacieron sin alma, si no no se explica cómo pudieron firmar años de reclusión a otras personas que ni siquiera conocían, con torturas inhumanas, crueles cuando no sádicas y finalmente, si se les antojaba, tampoco se les caía una lágrima por firmar las penas de muerte que fueran necesarias. De sus ojos no ha aflorado ni una sola lágrima por el dolor ajeno que estaban causando y en el máximo exponente de su crueldad en la ciega soberbia que infunde el poder siempre han puesto de manifiesto la vieja verdad horrorosa de que entre el perro grande y el perro chico, el perro grande es el que tiene razón. Todas esas cosas son iguales en cualquier parte del mundo.

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Desde los tiempos más remotos, desde las civilizaciones más ancestrales, el ser humano ríe y llora en el mismo idioma, esperanto universal que nos muestra felices o infelices. Es el anverso y el reverso de una misma moneda. La risa y el llanto forman parte de nuestra condición humana, aun visibles en época de mascarilla que borra lo que la cara normalmente dice. Con la mascarilla son los ojos quienes transmiten lo que nos está pasando en el interior de nuestra alma. Y qué distinto es el llanto de la risa, incluso es muy diferente el llanto femenino del masculino. Cuando una mujer llora parece una de esas vírgenes que crearon los imagineros para procesionarla por Semana Santa; pero cuando quien llora es un hombre, parece que se hunde el mundo, quienes saben estas cosas dicen que no hay que hacer mucho caso de la mujer que llora por nada, la que usa la lágrima como la llave que le abre las puertas que anhela. Pero déjenme decir que más cuidado hay que tener del hombre que no haya nada que le haga llorar y pocas cosas le hacen reír. Como ese, pocas bromas. Es un hombre del que conviene estar alerta porque cuando llora, que es casi nunca, es como si explotase. Sus reacciones son incontrolables, prueba de que se desarrollan en un carácter que desconoce la bondad o la dulzura.