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Si pudiéramos preguntar a nuestros amados líderes (o a cualquiera de los entusiastas palmeros de su corte) la opinión que les merece la prostitucion, apuesto doble contra sencillo a que prácticamente todos sostendrían (al menos en público) que es es una actividad poco edificante.

Una prostituta, prostituto o prostitute, alquila su cuerpo. Ignoro cómo se etiqueta la acción de alquilar tu dignidad, pero he visto practicar esta modalidad de lenocinio en el terreno político (y últimamente en el de algunos medios de comunicación) muchas más veces de las que parecería razonable si asumiéramos que la proporción de conductas prostitutivas debería ser muy inferior entre la población criada en un entorno privilegiado que entre aquella empujada por la necesidad, la falta de apoyo, recursos, o incluso la mala fortuna, a la profesión más antigua (dicen algunos) del mundo.

Todo gobierno comete errores. Es humano. El gobierno actual está perpetrando tantas pifias como los anteriores y como los venideros (yo diría que el actual equipo quizás con más entusiasmo del estrictamente necesario, pero esto es, por supuesto, opinable).

Pues bien, hay personas (a menudo no especialmente brillantes) que han elegido, de entre las innumerables opciones que ofrece nuestra estancia en este valle de lágrimas, la penosa ocupación de negar/tunear las cagadas de sus líderes (pertenezcan estos al gobierno o a la oposición) sirviéndose para ello si fuera preciso (y suele serlo) de las más casposas estratagemas.

Cuando veo a los portavoces de los grupos productores de las cagadas que han de ser blanqueadas, negando lo evidente, contestando con circunloquios de trapecista, repitiendo consignas, defendiendo lo indefendible, siento por ellos una mezcla de desdén y pena que no consigo transformar en empatía por más que lo intente.

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Hay veces (demasiadas) que resulta evidente que el portavoz de turno sabe rigurosamente hasta qué punto los suyos metieron la pata, pero no puede reconocerlo, fundamentalmente por temor a dejar de salir en la foto. Una foto muy confortable que incluye habitualmente un sueldo muy superior al que conseguiría el aludido en caso de acudir (para ganarse la vida) al duro ring del mercado de trabajo donde el mérito y los logros puntúan más que la habilidad en el campo de la charlatanería.

Algo parecido valdría para aquellos medios de comunicación que han de hacer juegos malabares de opinión para no perder publicidad institucional o subvenciones (en el caso del empresario) o su empleo (en el caso del empleado).

En la lista de mis pecados (no es corta) no se encuentra (creo) el de la envidia. Pero    si acaso envidiase a alguien sería a tipos como George Harrison, Javier Cercas o David Attemborough, quienes supongo se divierten (sin costo para el contribuyente) bastante haciendo lo que les gusta, no desde luego a estos sujetos que a cambio de status se ven obligados a tragar enormes sapos que si no producen acidez de estómago seguro que a veces (cuando el bicho es especialmente viscoso) ocasionarán parejo desagrado al que sentirá un trabajador del sexo cuando se enfrenta a un cliente especialmente desagradable con requerimientos especialmente repugnantes.

Si alguno de ustedes, amables e hipotéticos lectores, se pregunta por qué insisto en expresar en este medio mi creciente desafección por nuestra casta gobernante aclararé que no albergo la más mínima esperanza de que algún amado líder reaccione ante mi desapego. Mis cuitas, como es lógico, les resbalan. Sentiría sin embargo enorme alegría si algún votante reflexionara, estimulado por mis penosos pataleos, sobre la magnitud de la tomadura de pelo que se produce con regularidad en las cámaras legislativas, en los medios de comunicación y (con especial ensañamiento) en el ejecutivo, que no da signos de tomarse un respiro en sus regates cortos.

En su defecto me consolaría saber que alguno de estos individuos que se nutren de nuestros impuestos sin mostrar el menor respeto a nuestras prioridades (y a nuestra inteligencia) tenga algún hijo, hija o hije  que en algún momento de su vida les pregunte:

¿Pero no sentías vergüenza?