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No sabemos qué sorpresas nos depara la vida, no sabemos lo que nos tiene reservado el destino en cada curva del camino. Nos cuesta imaginar que un día podamos tener una sorpresa desagradable, como me sucedió a mí en una visita rutinaria al hospital. Aquel día comprendí lo que era sentirse asustado.  Recuerdo el pronóstico para aquella operación que había que hacer deprisa y corriendo, diagnóstico e intervención al día siguiente. La situación jugaba  con mi vida como un gato con un ovillo de lana. Después de escuchar al equipo que iba a poner el compromiso de su oficio a mi servicio,  me concedí cinco minutos para tomar mi decisión, tardé menos de eso, para decirme a mí mismo que iba a batirme en duelo con mi enfermedad. Fue un combate más allá del que los cirujanos y yo esperábamos ¡Amigo mío! Si quería saber a qué saben las emociones fuertes, la vida no me ha escatimado esa experiencia que viví intensamente.  Supongo que sería por la fiebre o por esa curiosidad innata, yo siempre quise saber de qué material estaban hechos los sueños, algo tan virtual pero a veces tan intenso.

TENÍA UN COMPAÑERO de habitación, no sé si rumano o polaco al que le habían cortado un pie. Una mañana que amaneció tormentosa, el compañero pilló las dos muletas que en el hospital le pusieron al lado de la cama para que fuera practicando. Pero se conoce que el cojo pensó que para saber de verdad lo que se le venía encima, tenía que practicar de verdad en la calle y no por el pasillo del hospital. Así que ideó la estratagema de salir a un pasillo y meterse en otro, de manera que no se la armaran las enfermeras y dieran la voz de alarma y que el cojo había salido de «bureo» por el hecho de llevar unos minutos sin verle. Le pillaron porque el bar donde había entrado era donde justamente solía ir bastante personal sanitario del hospital, que de inmediato le reconocieron, y lo «cazaron» como a un pajarito.  ¿Bueno, y qué? Me dijo que había tomado una buena cerveza  y que había descubierto que la arquitectura urbana de Madrid no está pensada para gente a que le falta un pie. Le había echado coraje, al fin y al cabo, cuando le vieron estaba tomando la que seguramente haya sido la mejor cerveza de su vida.   

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Aquella aventura del hombre al que le faltaba un pie despertó en los sanitarios y sanitarias un sorprendente amor por la vigilancia.  Era entrar el cojo en el servicio y ya se había corrido la voz de alarma. ¡Se nos ha vuelto a escapar! A mí, aquella ridícula situación, aquel temor me devolvía la alegría, que hoy solo puedo entender desde la situación por la que yo pasé.

La vida, el ejercicio de estar vivo, nos puede dejar momentos que habríamos jurado sobre sagrado que uno no es de esos a los que le pasan cosas. Incluso bien mirado, útiles, para usarlas como el principio o como título para una novela. Como aquel enfermero que se preocupaba de que yo comiera con el café con leche, las cuatro galletitas María que me daban. El hombre tenía más plumas que un zorzal y más corazón que ningún otro sanitario de cuantos haya conocido.  Una mañana me compró un libro sobre quesos. Cuando vi en sus tapas aquella rueda marrón «La rueda de los quesos de Cantabria» de Zacarías Puente Herboso ¡anda la luz! Pensé, y ¿ahora qué hago?... Decir que ya lo tengo con la ilusión que me lo había regalado me parecía un golpe bajo, no decírselo me pareció la mejor opción. Es un libro que guardaré siempre, con cariño y agradecimiento, como recuerdo la anécdota del hombre que le faltaba un pie pero que luchó por tomarse una jarra de cerveza.

La vida está llena de cosas pequeñas y de cosas grandes. Yo intenté ponerme en el lugar del hombre al que le faltaba un pie, y hasta me vi saboreando una buena cerveza, quién sabe, quizá una Strong blond, o simplemente una cerveza de aficionados, que ahora al personal les ha dado por hacer y ya las hacen como rosquillas.