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Se abre el telón y aparece un payaso. Pero un payaso distinto. Tiene semblante serio mientras habla, como si intentase creerse todo lo que dice. Utiliza un montón de palabras, algunas inventadas y otras, directamente falsas. Te asegura que el problema no es que él mienta, es que tú lo has entendido mal muchas veces. Casi cada vez, de hecho. Y por más que haces el esfuerzo de buscarle la gracia a todo, esta no aparece. No es que no te rías, es que a veces lo haces por no llorar. Y mientras, te miente para mentirte lo que te ha mentido. Sin inmutarse mínimamente en el gesto.

A mí, personalmente, no sé si me fastidia más que se piensen que soy tonto o que me traten como si lo fuese. Tengo tantas cosas en la cabeza durante cada día que lo último que me queda es perder el tiempo analizando si alguien se piensa si soy medio tonto, tonto o tonto y medio, y lo quiere aprovechar.

A mí me gustan los payasos que me hacen reír, auténticos genios de la vida que dedican su esfuerzo a que los demás disfrutemos o, sencillamente, que nos olvidemos de los otros tipos de payasos que se esfuerzan en fastidiarnos. Estos, la mayor parte de las veces, tienen un equipo detrás de payasetes que intentan reforzar el chiste del payaso mayor como si por insistencia la puñetera gracia fuera a aparecer por algún lugar o por arte de magia.

El problema es que a veces ni los magos tienen magia ni los payasos hacen gracia y se esfuerzan en tapar su evidente falta de talento con mentiras, triquiñuelas o palabras que pueden llegar a confundir a quien no escucha con atención. Ni te ilusionan ni te divierten, te hipnotizan para aprovecharse luego de ello cuando tienes las defensas bajas.

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Ojalá fuésemos lo suficientemente críticos para desenmascarar a cuanto farsante se nos cruza, porque identificar la mentira, la trola o el mangoneo no solo nos regalaría una vida más tranquila, sino que haría que todo, en general, nos fuese mejor.

Un mal payaso que no hace gracia es peligroso y más cuando es consciente de que la falta de apoyo hace que se le vayan acabando las funciones porque en su desesperación por aferrarse al escenario puede hacer cualquier cosa y soltar cualquier chorrada con tal de arrancar algún aplauso vacío que llene su ego y que le permita, por un momento, creerse gracioso, simpático o mejor de lo que realmente es.

Y no hace falta que el payaso aparezca maquillado, ni en el circo, ni lleve una nariz roja o tenga una risa estridente. Si no tiene gracia y encima miente, un payaso sobra.

dgelabertpetrus@gmail.com