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Puede que Putin tropiece. Y la vida esté a punto de escapársele en el bordillo de una acera. Y que ese traspié le ilumine y se soslayen, así, infinidad de muertes… Puede que, en ese momento, el líder entienda, finalmente, que es frágil y efímero. Que, a la postre, no es Dios… Quien dice Putin dice Netanyahu («No hay fuerza en el mundo que pueda detenernos»). Puede que un bordillo o un ictus o el azar o lo impredecible. Puede que, sin saberlo, un judío y un palestino se encuentren en algún lugar, y obviando fanatismos que ciegan –todos lo hacen- , se den un profundísimo abrazo. Tal vez porque un cáncer los unió… O la imagen de dos hijos muertos bajo el fuego inaprensible de un grupo terrorista o de una nación vengativa... Puede que algún día seamos capaces de entendernos, sin pedirnos previamente nuestro pedigree ideológico…

¿Vamos a esperar? ¿Podemos permitirnos ese lujo?

Tampoco la Naturaleza puede seguir siendo fuente suicida de riqueza desmedida, aunque únicamente para algunos…Ni algo banal. Es el pan, el aire, el sustento de nuestros nietos y biznietos… Si no la respetamos, llegará un momento en que ésta, y en palabras de Miguel Delibes, «harta de servir de campo de experiencia a la química y la mecánica, se alzará contra el hombre en manifiesta hostilidad». Porque un día –iteras el término- de éstos, el más impensable e impensado, a lo mejor    el más cercano, la mandaremos al carajo, ya bien sea por una sucesión de chupinazos nucleares o por el desamor puesto de manifiesto en su manipulación y ultraje. Y nosotros la acompañemos, inevitablemente, en su irreversible trayecto final…

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Puede asimismo que los pobres de las tres cuartas partes del mundo, hartos de tanta desigualdad, den, de pronto,    un paso al frente para sorpresa y pavor de quien hoy los tiene encerrados en un corral, sin apenas recursos, sin medios, sin cultura, sin esperanza... Y los involuntarios corderos se muden en lobos justicieros… Y tras la rebelión se den cuenta de que su esclavitud era mucho más profunda y programada. Que son efectivamente libres, pero que no saben qué hacer con su libertad, porque nadie, por si acaso, les enseñó a gestionarla. Como en la bella metáfora de Clarice en «El silencio de los inocentes», de Thomas Harris.

Puede que a él, y ya en otro orden de cosas, un ladrón en minúsculas, también le hayan robado algo, acaso unas siglas… Las que configuraban una opción política en la que, como proletario, confiaba… Puede –seguro- que le hayan hurtado una «S» y una «O» y una «E» y se haya quedado en pelotas, con una sola «P» que no equivale al término «partido» Puede que un día su madre vaya a visitarlo… ¿En Alcalá Meco? Y acaricie su mano. Tardará días en sentir de nuevo su roce… ¿Su pecado? ¡Uf! Amén de su diminuto delito, no ocupar lugar estratégico alguno y carecer de un voto del que precise un soberbio engreído atrapado en las redes de un cobarde prófugo al que el azar, y sólo éste, favoreció… Cuando salga de presidio, pero no antes de tiempo,    no habrá multitudes cegatas y cebadas por las circunstancias impensables, arropándole… Únicamente su madre y esa mujer y ese niño por los que, probablemente, robó. ¿La igualdad de los españoles? Se habrá quedado a sus espaldas, presa, en otra cárcel que no por invisible es menos real…

En ocasiones el mundo resulta vomitivo. En esa tesitura, quién sabe, únicamente nos quedará lo que le queda a ese hombre de la foto que alguien te remitió en un WhatsApp y que ilustra este artículo. En ella aparece un anciano solitario en un dormitorio y en una ciudad arrasados por la guerra. Un viejo meditando estoicamente con su pipa y escuchando música en un viejo gramófono… Quizás sea eso. Puede, sí, puede que solo la filosofía y el arte y la ética y las humanidades nos permitan recobrar nuestra cordura, nuestra dignidad y empezar de nuevo… Los poderosos saben que esas «cosas» son peligrosas. Por eso las temen. Por eso las apartan de los planes educativos. Nos quieren aborregados, ciegos y tontos, felices virtuales en una cerca de oro, como los corderos de Clarice…