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El Santo Oficio es un referente para quienes quieren que sus juicios prevalezcan siempre. En «Martillo de Brujas», el manual para los inquisidores escrito por los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, se aconsejaba torturar a los sospechosos. Si estos confesaban su culpabilidad, caso resuelto. Si resistían a los tormentos, caso resuelto también pues ello significaba que el demonio los estaba poseyendo.

Salvando las distancias siderales, el doctor Sigmund Freud fue un maestro en el arte de tener siempre razón.    A quienes criticaban sus singulares teorías sobre la neurosis, les tildaba de neuróticos.

En este repaso superficial a la técnica de blindar las opiniones propias, llegamos a nuestro siglo. Los instrumentos para imposibilitar cualquier crítica son las palabras odio, fobia o anti. Cuando alguien cuestiona, por ejemplo, algunas teorías acientíficas de la influyente (como lo fue Freud en su momento) Judith Butler sobre el género, no tardará en ser acusado de Lgtbi+fóbico. Igual ocurre al hablar de los excesos del islamismo, el turismo, el control de la inmigración, etcétera. Alguien usará el escudo del supuesto odio para acallar.

Lo mismo pasa con la palabra antisionismo, el recurso de Israel para frenar las críticas a su innegable genocidio en respuesta a los salvajes atentados de Hamás.

Ya lo dijo el monarca Salomón: no hay nada nuevo bajo el sol. Por cierto, la Biblia dice que el hijo del rey David fue un gran sabio hasta que subió demasiado los impuestos para engrandecer el templo de Jerusalén. ¿Será quizás tributofobia?