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Si en una casa falta pan, uno no se va al cine. Con este argumento simplista pero difícil de refutar se ha convertido la cultura en una de las principales víctimas de la austeridad. Muchos han sido los damnificados. El último, Illanvers. Está claro que el recital poético no es imprescindible para la supervivencia, y la maldita crisis nos ha llevado a interiorizar que lo prescindible merece ser desechado. Lo intangible es víctima propiciatoria. ¿Si no hay dinero para sanidad, cómo va a haber para un encuentro de poetas? Lógico pero demasiado reduccionista. La cultura no es un lujo ni un entretenimiento fútil. El cultivo de la creatividad merece atención por parte de la administración si no queremos que la sociedad, además de pobre en lo económico, sea además una necia y sucia ruina en lo intelectual. Está claro que se han acabado los tiempos del embudo, de la ausencia de filtro, la época en que cualquier montón de papeles encuadernado o frickada marciana merecía una buena subvención. Fue un abuso. Aún así, la administración no puede inhibirse en lo cultural, sino que tiene un importante papel a la hora de facilitar que las ideas con cara y ojos se lleven a cabo. Hay más armas que el ingreso en cuenta, algo que también deben tener muy claro los creadores. Los colectivos vinculados a la cultura deben dejar de acudir a la ventanilla pública solo para recoger el cheque, se ven obligados a imaginar y seducir para que el administrador y, lo que es realmente importante, la propia sociedad vean justificada cualquier aportación. Y en buena parte esto es injusto, porque la calidad en esto de la cultura siempre es subjetiva y porque quizá sí que en el pasado abusamos de ir al cine, sí que nos tragamos todos los bodrios, pero no fue precisamente por abusar del cine por lo que ahora estamos sin pan.