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¿Qué haría usted si, por unas horas, pudiera ser invisible? ¡Séame sincero! Posiblemente entraría en el banco que le ha estado p_teando durante años, destrozaría toda la documentación relacionada con su hipoteca y «tomaría prestados» algunos «bin laden» a modo de compensación. Y no se contentaría, no, con esa hazaña… Probablemente, también, aguardaría la llegada de su suegra y, en la soledad de un «tú a tú», comenzaría a lanzarle «pongos» y muebles varios con la reivindicativa intención de enloquecerla, como hiciera en 1897 el personaje de H.G. Wells con Mr.y Mrs. Hall… Habría, tal vez (seguro) alguna que otra miradita erótico festiva… ¡Y es que la vecina de al lado! Pero crees más prudente obviar ese capítulo porque nunca sabes en qué horario se leerá (puede) tu artículo, si en horario infantil o no…

Y es que el autor de la novela «The invisible man» no elaboró un inane relato de ciencia ficción, sino una profunda y dura reflexión, repleta de lucidez, sobre las pasiones humanas y su naturaleza, basada en la hipocresía y doble moral. De hecho, omitimos ciertas acciones no porque os lo dicte vuestra conciencia, sino por el simple miedo a ser pillados y al «qué dirán».

El hombre invisible (ese que quisisteis ser algún día) constituye una criatura parecida a esa otra, la de Hyde, espléndida creación de R. L. Stevenson… Todos –tenéis que admitirlo- lleváis un monstruo dentro. Un monstruo al que no dejáis salir, que reprimís en aras a la convivencia y al bien común. Pero –temes- esa contención no obedece igualmente a unos principios éticos libre y sinceramente asumidos… Más bien al temor hacia otros sistemas de control ideados por la propia sociedad para su salvaguarda…

¿Habrá alguna excepción?

Sin duda.

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Así, se hace por imposición aquello que tendría que hacerse por convicción… Aunque en el caso de la suegra…

Los dos textos citados –al que sumarías «El retrato de Dorian Gray» de Wilde, feroz análisis sobre el culto a lo físico, tan actual, y sobre la escasa valoración de esa otra belleza, la moral- fueron considerados, en su época (finales del siglo XIX) como piezas de tercera división, novelas inanes, meros divertimentos, irrelevantes relatos de ciencia-ficción, cuando, a la luz de la modernidad, emergen como obras de calado que invitan a la reflexión sobre el ser humano, sobre sus miserias y sobre su doblez.

¿Quién, en definitiva, en mayor o menor medida no ha vendido, puntualmente, su alma al diablo?

Aceptemos (ustedes, tú), pues, que es bueno no dar rienda suelta a las bajas pasiones, aunque sólo sea por miedo y no por convencimiento, que sería lo guay… De esta guisa, de momento, vuestra suegra podrá estar tranquila y tranquilo vuestro banco y tranquila esa vecina que… ¡Uf!

Sin embargo, contener a Hyde se os está poniendo difícil… Porque han surgido criaturas deformes que, al frente de naciones poderosas y desde postulados inequívocamente fascistas, se obstinan en liberar al monstruo, en daros la impunidad de la invisibilidad y en aconsejaros que, por vuestro propio interés, vendáis, sin titubeos, el alma al diablo. No obviarás nombres: Trump, Theresa May, Marine Le Pen y otros… Esos que sacarán a la superficie, con sus vomitivas políticas y alimentando el odio, a los racistas que muchos llevan dentro, a los incultos tontos del bote, a los intolerantes agazapados bajo las apariencias, a los descerebrados, a los violentos sin alma y a los chulos de barrio, siempre acompañados… Porque, con su oratoria y sus actos darán, como un «red bull» deleznable, alas a todos los impresentables que en el mundo han sido, son y serán… He ahí –crees- el auténtico peligro…

Por eso, si es usted un buenazo, y por una de esas raras cosas que le suceden en ocasiones a uno, se convierte en invisible, deje a su suegra en paz, eche esa miradita a la parienta y dedíquese a enloquecer a Trump, a May y a Le Pen… Aunque llegue tarde... Porque la locura ya anida en la Casa Blanca, en Francia y en Downing Street…