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En «El mayor regalo», de J.M. Cotelo, documental en el que se recogen diversos testimonios relacionados con el perdón, una voz en off manifiesta –y citas de memoria-: «El enfrentamiento bélico ha acabado físicamente, pero durará durante décadas en el corazón de quienes en él intervinieron, hasta que, nuevamente, estalle». En ese momento sentiste un enorme temor porque pensaste en tu país y en esa visceralidad que hoy lo preside, que arrecia y os aleja de aquel espíritu de concordia, tan injustamente denostado actualmente, que emanaba de una Constitución a la que -crees- debéis mucho...

Esa idea reapareció en ti nuevamente en el Teatro Principal, mientras una espléndida Lola Herrera, hace ya días, vivía un monólogo desolador firmado por ese Miguel Delibes al que adoras. Muchas de las ideas de Carmen Sotillo, la protagonista de ese diálogo imposible con un Mario difunto, terribles todas, han resurgido recientemente en nuevos partidos populistas... Un Machado redivivo volvería a hablar de las dos Españas...

Regresaste a Miguel, a ese vallisoletano ejemplar –obra y vida poseían en él una coherencia inusual- y, concretamente, a su Pacífico Pérez de «Las guerras de nuestros antepasados», un canto a la concordia con final desdichado por realista. En el texto, que tendrían que leer todos los fanáticos que en el mundo han sido, de uno u otro signo, un hombre bueno es sometido al adoctrinamiento en el odio por parte de sus familiares. El rencor que anida en su bisabuelo, abuelo y padre, se le inoculan a Pacífico en vena, como si de un poderoso veneno se tratase. El desenlace es aterrador: el odio acaba venciendo, perpetuándose en el personaje, que acaba por utilizar la violencia para, curiosamente, huir de ella.

¿Cuántos abuelos y padres inculcaron en hijos y nietos el rencor que sentían? ¿La profunda infelicidad que este produce? ¿Su total incapacidad para perdonar y olvidar? ¿Sus ansias de revanchismo?

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Tal vez –lo expresó literalmente un conocido tuyo hace poco- se trata de ganar una guerra –la Civil- que se perdió. Te produjo lástima. No por sus palabras, que también, sino por la enorme estupidez que su actitud denotaba. Nadie ganó esa guerra, porque la perdisteis todos. Pronto esa vergüenza nacional cumplirá cien años y sus ‘protagonistas’ forzados –la mayoría- habrán fallecido ya. Pero no así la rabia de algunos –nacionales o republicanos-, esa con la que, tal vez, muchos malgastaron sus existencias... En la guerra y posguerra, aunque unos tuvieran, es esta última, ventajas...

Existe una generación de políticos relativamente jóvenes que parece quererse sumar a esa causa. Prefieren el pasado al futuro, mientras se les diluye de entre las manos el presente. Ni el primero ni el segundo existen y el tercero lo tiran por las alcantarillas de la intolerancia y del anhelo de una venganza no consumada y estéril.

Un ejemplo paradigmático lo tuvisteis hace ya semanas en una escandalosa sesión del Congreso. Ante ese espectáculo, meditaste en los profesores y en cómo lo tienen de difícil para educar en valores. Al igual que los padres y, a la postre, todo biennacido...

Y ves a diputados jóvenes envejecidos prematuramente por la ira. Se llamarán Pacífico Pérez o Rufián... Si pudieras, les preguntarías de dónde emana esa virulencia. Y probablemente la respuesta sería: emana de sus padres, de sus abuelos, de aquellos que, erróneamente, creyeron haber perdido una guerra que –iteras- perdisteis todos... No provoca en ti risa alguna, como tampoco rabia. Tan solo lástima. Debe ser muy duro vivir así, con el rencor, siempre, a flor de piel y, por ende, en las profundidades más abismales, y oscuras de su corazón.

O sanáis esa herida ya o estáis condenados a seguir, tristemente, la senda que trazó Delibes en su trágica novela. De vosotros/nosotros depende...