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Me pregunto dónde tienen la cabeza algunos líderes políticos cuando en sus mítines echan toda la mierda oral que se les ocurre sobre los otros partidos, cosa que hacen con especial encarnizamiento Vox de Santiago Abascal, en el PP de Pablo Casado o Ciudadanos de Albert Rivera, en vez de presentar sus respectivas aportaciones para mejorar el Estado del bienestar, sin atisbo de enmendarse con intervenciones más nobles, más corteses, más educadas hacia quienes son políticos como ellos que también buscan lo mejor para la ciudadanía, pero lo que les sale es tirarse a la yugular del contrario, y no lo hacen para ganar limpiamente, lo hacen con la saña de acabar con el contrario. Se les nota un odio larvado, bueno ni siquiera larvado contra quienes atacan no como opositor político sino como enemigo al que hay que destruir. Esto ya no se parece en nada a una presentación de propuestas para que el votante elija, esto más bien lo están convirtiendo en un mercadillo de la vulgaridad, con un odio que no disimulan, atacándose con toda clase de arma verbal, ni siquiera se tiene la exigible cualidad de presentar las acusaciones que esgrimen cotejadas y con pelos y señales sobre la veracidad de las duras acusaciones que se lanzan, tanto que no me explico por qué la Fiscalía no actúa de oficio, diciendo: señores por higiene democrática toca decir que hasta aquí llegó el agua.

Toda acusación ejercida públicamente debe de ir acompañada de las correspondientes pruebas. No se puede manejar una carga culpativa empuercando al contrario como si en una campaña electoral todo estuviera permitido ‘como si fueran pelos de cochino que se cogen a puñados’, sin ninguna consecuencia ni penal ni política, quedando como queda detrás de la feroz y descarada acusación pública la duda que se ha sembrado sin otra prueba que la enturbiada imaginación de quién utilizó ese lenguaje. Somos, queramos o no, proclives a creer lo malo antes que lo bueno.

Avergüenza al votante ver cómo ni siquiera son capaces en ponerse de acuerdo para organizar los debates televisivos. Y si no son capaces para una cosa tan nimia, ¿qué harán después?

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No son estas elecciones de ninguna de las maneras una noble justa en clave política entre caballeros y damas, cuyo comportamiento oral en sus intervenciones públicas ennoblece a la vez que enriquece al votante, ilustrando nuestros conocimientos políticos.

Estamos navegando por aguas con abrollos al peligroso extremo de que se puede arruinar el buen nombre de un partido o de una carrera política a fuerza de la reiteración, insinuando pecados por cometer como si ya se hubieran cometido. Es el mezquino oficio de sembrar la duda, y en estas elecciones el campo podría estar abonado ante ese increíble 40 por ciento de electores atrapados por la duda de no saber aún a quién van a votar. Existen votos tan volubles, que basta que uno ponga un mensaje por Whatsapp y le diga a otro a quién va a votar, y el receptor del mensaje sin hacer ni el más mínimo ejercicio sobre el partido político a quien va a dar el voto, lo haga porque lo hace su amigo. Tampoco son de mejor condición quiénes van a votar a quién no les gusta nada y, sin embargo, lo hacen con la esperanza de que su elección sirva para jorobar a otro. Es decir, que usan su voto sin criterio democrático en vez de votar a quién se cree que muestra las mejores maneras para dirigir después la política del país.

De lo que pase después del 28 de abril, podemos ser los acertados y orgullos coautores o, sin decirlo, los avergonzados culpables. Votar es bastante más serio de lo que algunos se piensan.