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Esta curva descendente que desacelera la economía y que parece anunciar una nueva crisis (como si la estuviéramos llamando) viene acompañada de otro fenómeno curioso, «antiglobalización». La definición de la aldea global no puede limitarse a las comunicaciones, que no conocen de fronteras, sino también a la libre circulación de las mercancías (la economía siempre primero) y de las personas (la humanidad, después). La políticas trumpianas que triunfan empiezan levantando muros para que no entren las personas de fuera y después imponen aranceles para proteger los productos propios, crean guerras comerciales y evitan los acuerdos de colaboración comercial que se han desarrollado durante años.

Ese germen de proteccionismo, de nacionalismo patriótico, del nosotros first, es una de las semillas de los partidos de ultraderecha que mejor arraigan y que más votos les proporcionan. Y eso porque riegan el campo del descontento, de tantos trabajadores y empresarios que no mejoran su renta desde hace años, que pierden calidad de vida progresivamente y que se asustan cuando se anuncian nubarrones en el horizonte. El temor cambia la tendencia de voto y este es uno de los interrogantes sobre lo que puede pasar en las elecciones del 10-N.

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Una economía cada vez más dominada por las grandes multinacionales y un sistema productivo que se ha reconvertido aprovechando los menores costes de China y otros países tiene una muy difícil vuelta atrás. El panorama se complica más cuando el Reino Unido se convierte en ejemplo de la reversión, una excepción que si tiene algún imitador podría provocar una crisis de imprevisibles consecuencias.

Creo que la mayoría de las personas y de los votantes espera de los políticos alguna respuesta, un diagnóstico acertado, y un poco de esperanza en el futuro próximo. No hay que empujarles a que crean en los agoreros ultras.