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Es domingo. Un domingo amable que te despierta con intermitentes vívidas luces de sol que influyen positivamente en tu estado de ánimo. Amable, también, por la victoria de Biden o, lo que es lo mismo, de la moderación y de la sensatez. En el polo opuesto, un Trump descolocado (los populistas/totalitaristas se creen siempre invencibles), sigue sembrando dudas sobre la legitimidad de los resultados sin prueba alguna, dudas que no son sino la pataleta de un niño grande y mimado que, por no saber, no ha sabido ni perder… Cuando caigan vuestros salvadores de la patria, obstinados ahora en la soterrada, sibilina pero contumaz conversión de vuestro estado democrático en una dictadura (jueces afines, prohibiciones, censura inminente maquillada, CNI, control de la prensa, clientelismo) ¿sabrán tirar la toalla o imitarán a su modelo inequívoco, a un Trump con el que, aun estando aparentemente en las antípodas de sus convicciones, comparten metodología? ¡En fin!

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Tras el café matutino y un pedazo del excelente quiche de queso que Vanessa prepara en la Penya del Barça, regresas a tu casa. TV. Infinidad de canales, multitud de puertos televisivos, te ofrecen excrementos de diversa índole, por lo que recalas finalmente en un programa de decoración. En él, sus protagonistas de turno, tras ver reformada su casa por una diseñadora y su equipo, han de optar por permanecer en ella o venderla y mudarse a otra... El programa, en ocasiones espectacular al mostrar lo que se puede hacer con una casa destartalada y vieja, se muda, igualmente, en un reflejo inequívoco de lo que se denomina sociedad del bienestar, esa que, frecuentemente, se cimienta sobre la del malestar... Por los diversos episodios desfilan adultos/niños consentidos que, al igual que Trump, han de obtener lo que quieren, exactamente lo que quieren y ¡ya! En caso contrario, todos, o casi todos, dan muestras de su llamémosla ‘educación’ con tacos y faltas de respeto hacia el equipo que restaura su hogar o hacia quien se ponga a tiro... Algunas muestras de lo dicho son ampliamente significativas: «Yo no podría vivir en una casa en la que hubiera una lámpara así» –suelta una cuarentona-. «¿Pero cómo pretendes que vivamos aquí, si esta vivienda sólo tiene un baño y tres habitaciones?» –añade otro-. «Me moriría en este piso… Su diseño no es abierto» –escupe una veinteañera-. Y a ti, de verdad, te dan arcadas, al recordar que en el mundo existen novecientos millones de personas sin hogar y que sobreviven, a duras penas, en chabolas y campamentos de cartón. Cifra que no incluye a los que hacen de la calle su domicilio permanente… De estos últimos, cuarenta mil solo en España… Te preguntas entonces qué pensarían esas personas desamparadas de esa lámpara, de ese único baño o de la ‘cutrez’ de esa morada que, ¡la pobre!, únicamente cuenta con tres dormitorios... O qué pensarían, sí, sobre la radical metamorfosis de ciertos personajes como Pablo Iglesias... O del propio Trump, que se empecina en seguir ahí, exento de dignidad y gloria, aferrado a su egocentrismo, compartido a izquierda y derecha por tantos... De él y de sus pataletas de mimado...

Hubo un tiempo en el que los padres quisieron dar a sus hijos todo lo que no tuvieron y acabaron por negarles lo que sí tuvieron: virtudes, valores. Y los consintieron. Ahora esas criaturas, algunas de ellas incluso en el poder, se creen que tienen derechos no adquiridos, como el de conseguir sus narcisistas deseos y de manera inmediata… El verbo «perder» no entra en su vocabulario. Y cuando la vida lo conjuga en su nombre, se quedan con cara de bobalicones, preguntándose un «¿pero cómo me puede estar pasando esto a mí?». Son gentes que, en el caso de gobernar o cogobernar, resultan peligrosas porque, con frecuencia, buscan consuelo a su desencanto en la negación de lo obvio, en la creación de la duda, en la división de un pueblo o en el establecimiento tácito de una dictadura... Y temes que en estás estéis, aquí... Por cierto: la lámpara no estaba tan mal...