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Es muy probable que en las últimas 24 horas se hayan topado con alguien con un humor de perros (perdón por adjetivar un sustantivo amigable). Quizás sea un turista que no encuentra sitio en el enorme parking de la playa virgen de Cala Mitjana, que hace dos horas de cola para ver una puesta de sol en un día nublado, alguien que lleva más de una hora para recoger la embarcación sin carné que ha alquilado como si fuera el capitán Acab a la caza de Moby Dick, o uno con siete apellidos menorquines que está hasta el moño (perdón por adjetivar un sustantivo femenino) del mes de agosto.

El mal humor se ha convertido en un ingrediente básico de unas vacaciones slow cost bien aprovechadas. Ni la tramontana, que este verano se ha aplicado con esmero, es capaz de disipar los malos humos.

Me preocupa que no sea un síndrome temporal, sino un efecto colateral, una especie de virus que también puede convertirse en pandemia. ¿Llegará a ser necesario que nos confinen para mejorar nuestro estado humorístico?

Que la gente está enfadada se percibe en numerosas circunstancias. Yo suelo circular en patinete y cruzo andando los pasos para peatones. Este mes es una operación de riesgo. Incluso en medio de la vía, me driblan como si fueran Messi (del PSG) al volante. Estoy pensando exhibir un cartel en el que se lea:«No corras que las playas ya están llenas» o «El sol se pone todos los días a no ser que tú lo impidas».

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En «Es Diari» también se nota. Incluso hay lectores que se enfadan con las viñetas de humor. Pero sobre todo se molestan, y mucho con las opiniones ajenas. Yen lugar de poner el ojo en el asunto, ponen el dedo en ojo de la persona que opina lo contrario.

Una recomendación a quienes opinan es que nunca escriban mientras vomitan. Primero se vomita y después se escribe.

Y sobre todo que se tomen dos dosis de serenidad. A la espera de que se descubra la vacuna.

Sonrían que es domingo.