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Amas, con locura, la ciudad de Madrid. No es cuestión ideológica (¡ay, esos clichés y malditos tópicos que los diversos sectarismos paren!). Es por el contacto con esa buena gente que ahí pulula y hallaste, como, más o menos, y a la postre, en cualquier parte. Intentas hoy acceder telefónicamente a la recepción de un hotel en Gran Vía y en el que fuiste feliz, ese mostrador en el que te hacían sentir, más que cliente, familia. No querías hacer una reserva, tan solo saber cómo estaban. Y ya no estaban, ya no están… Una voz metálica en una grabación al uso te explica que esa hostería es de otros… Que pertenece a una inaccesible multinacional. Que lo han cerrado. ¿Y quiénes son esos otros? -te preguntas-.

¡Joder!

¡Acceder a un ser humano!

¿Para quién trabaja realmente A? ¿Para Z? ¿Para su empresa? Y A descubre, de pronto, que Z pertenece a W y, así, hasta el infinito… ¿A qué se agarra, el obrero, en la actualidad,  para hacer valer sus derechos?

Cabreado, un día, por lo que sea, vomitas la rabia de tu indefensión ante un operador telefónico que de eso no sabe y que ha de tragarse tu ira. ¿Cobrará? Alguien -más de uno- exclamará algo parecido a «¡Puto inmigrante!» Pero no es, ni de lejos, eso… Tan solo alguien que, por ochocientos euros, se engulle infinidad de «sapos» y que creyó que eso de vivir en España era otra cosa, distinta, muy distinta y mejor…

Ya no hay uniformes, ni banderas, ni el enemigo tiene rostro, tan solo réditos… Los «hackers» son los nuevos generales y sus cuarteles las alcantarillas…

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Como amas/añoras, con locura, y en un corazón compartido, al igual que  Madrid, la ciudad de Barcelona y la calle Provenza y tus primeros escarceos amorosos. Las lenguas, entonces, se paseaban por el Paseo de San Juan, se columpiaban armoniosamente en él, entendían que un idioma no vence sino que convence, que no se impone, sino que seduce… Esa esquina Provenza/San Juan en la que una ex/compañera universitaria te dijo que se le había muerto un hijo… Y no recuerdas en qué lengua te lo expresó… Lo que contaba en ese momento era un significado, que no un significante… Y os abrazasteis, sin mascarilla, en los tiempos pre-covid y en los que los abrazos no dados, -¡tantos!- no tuvieron excusa sanitaria, salvo la del desamor…

En esa época acudías a una oficina bancaria y te atendían… Hubo un tiempo en que los empleados no eran parapetos. Hubo un tiempo... Hubo un tiempo en el que sabías/sabíais con quién estabas/estabais  hablando…

Cuando la sociedad es tan gris, qué hermosura poder ver a la cajera del «super» y preguntarle por su padre y por ella misma. Y, sin embargo, multitudes harán, hoy, su compra por internet. El mundo acabará siendo un enorme decorado virtual, tu nombre un conjunto de dígitos, tu tele un cine, tu bar una franquicia… Entonces, ni siquiera importará salir de casa, porque el orbe entrará en ella, de golpe, pero sin caricias, ni consentimiento, ni rostro humano alguno… Hablarás con Alexa y te preguntarás si, mañana, un robot será capaz de abrazar… Con sentimiento…

Ahora –lo sabes- eres ocho dígitos, una colección de accesos, de claves secretas…

La cajera te dice que su padre está bien… Y su voz tiene matices y expresa mucho más de lo vocalizado… Y te pregunta, ¿y tú qué tal? Y le dices, pues eso, que bien…     

Confías en dejar de ser, pronto, un número, en poder percibir la textura de una fruta en un comercio real, saludar a un librero, acceder a una oficina sin cita previa, sentarte en la inmensidad de un cine, escribir una carta, dejar de usar, por pereza o tibieza, emoticonos que estandarizan, acariciar un buzón en extinción y conseguir que el ser humano, mientras barquitos españoles se encaminan hacia Ucrania, recobre su sensibilidad, su exigencia, su libertad para que volváis a ser, y mutuamente, accesibles…