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Ayer. Finaliza el confinamiento. Un periodista le pregunta a un niño sobre lo peor y lo mejor de su reclusión. El chaval responde de manera instantánea. Lo demoledor, no haber podido ir a visitar a sus abuelos. Lo mejor, haber permanecido más tiempo en compañía de sus padres…

Otro ayer. En una serie americana, una madre se censura: «Nos esforzamos tanto por dar a nuestros hijos lo que no tuvimos, que hemos acabado por negarles    lo que sí tuvimos». ¿Tiempo?

Ayer. El chiquillo, con su respuesta, da al mundo una enorme lección moral, mientras el capitalismo que impera en tantos hogares huye por cualquier resquicio que dé al exterior, un exterior que le permita esconderse de sí mismo. A la postre, una casa no es una juguetería, ni un billete de diez euros, una caricia…

La vida es un eterno aprendizaje y los niños (aún por contaminar, sinceros) unos grandes maestros. Fuiste profesor y compartiste con unos diez mil alumnos lo que sabías sobre la materia que enseñabas… Pero, a su vez, recibiste de ellos infinidad de lecciones que guardas, celosamente, dentro de tu alma…

- ¿Te acuerdas?

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- Sí. Recién «estrenado» como maestro te sacaba de quicio un estudiante que llegaba permanentemente tarde a clase. Eras joven. Novato. Puede que pretencioso (el tiempo y la experiencia lo asedarían todo). El resentimiento cesó cuando te enteraste de que el chaval llevaba años sin ver a su padre, que su madre estaba alcoholizada y que él era el encargado de cuidar y acompañar al colegio a sus dos hermanos pequeños. Y llegaba tarde, sí… Tú, probablemente, ni habrías ido a clase.

Un ayer más próximo… El hijo de tu sobrina, Unai, comunica a su madre que prefiere intercambiar un regalo prometido por un almuerzo con su abuela y contigo… ¡Alucinante!

Tienes sesenta y cinco años y sigues aprendiendo, a pesar de la letalidad de la rutina. Últimamente, y de manera muy especial, de los hijos e hijas de mis sobrinos    y de mis sobrinas (los han educado espléndidamente) y cuyos nombres –perdonen el personalismo- voy a mentar ahora: Clara, Júlia, Iker, Éric, Lluís, Aina, Nil, Marc, Gala, Unai, Jana y Gibet.

Sábado 23.- Hablas con Éric de libros. Éric es un chico enormemente sensible y aplicado que conoce tu profesión. Te escucha y, de repente, te recomienda una serie televisiva aparentemente pensada para niños: «Ghost writer». Para incentivarte, te resume su contenido: cuatro niños (el abuelo de uno de ellos regenta una librería) entran en contacto con un fantasma que les ayuda, a través de la literatura, a resolver sus problemas y a mejorar como personas. ¿Su metodología? Sacar a los personajes de las novelas, cosificándolos, humanizándolos… Con cierto escepticismo, ves con Éric los primeros capítulos y, repentinamente, surge la sorpresa: la serie es una verdadera preciosidad, una lección sutil de literatura, un pequeño prodigio de unos escasos 25’ por capítulo, un auténtico goce… Y va todavía    más allá, porque en cada episodio se analiza un valor, una virtud… Por poner solo un ejemplo: Frankenstein se muda en un embriagador consejo (no juzgues por las apariencias) y en una constatación no siempre evidente: todos andamos urgidos de amor. El saber escuchar a los hijos y entender a los padres, la fuerza de la amistad, el poder del perdón (el de saberlo dar y pedir), la necesidad de no juzgar sin saber y aun sabiendo y un largo etcétera de principios éticos deambulan por la obra, convirtiéndola en altamente recomendable para niños y adultos. ¡Gracias, Éric, por tu recomendación!

Hoy. Y hoy te preguntas qué estaréis haciendo mal, qué futuro les estáis esbozando a los niños de la inocencia, por qué, por ejemplo, esas iteradas reformas educativas que mueren generalmente en el parto y en las que inexpertos dirigen la orquesta sin nociones de música buscando únicamente alimentar su ego y acercar la sardina a su propia barbacoa ideológica, por qué no se consulta a los docentes, por qué se van paulatinamente marginando las humanidades, por qué se destierra la palabra moral, por qué… Por qué tantos porqués…