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Quien más quien menos la ha experimentado. Te refieres a la curiosidad. Sana o mata. No en vano sufre un DPM (desorden de identidad múltiple). Aunque, en su caso, esa multiplicidad se reduce a mera dualidad. A saber: salva o aniquila. Es antiquísima y –temes- consustancial al hombre. Óscar Wilde dijo de ella y de sus víctimas que «el público tiene una curiosidad insaciable de saberlo todo, excepto lo que vale la pena conocer.» De ahí que a la gente le interese más el bótox de la Esteban que el último hallazgo científico. Sobre esa virtud «entrecomillada» dictaminó Eça de Queirós: «La curiosidad es el impulso humano que oscila entre lo grosero y lo sublime. Lleva a escuchar detrás de las puertas (o mediante sofisticados sistemas de espionaje con nombre de caballo alado) o a descubrir América.» No obstante -no conviene engañarse-, el hombre siempre ha optado, preferentemente, por lo de las puertas… ¿O no?

De hecho, hubo «sálvame(s)» muy anteriores al educativo programa de cierto emporio televisivo del divertimento y la zafiedad. Ya en el siglo XVII (ese siglo que, juntamente con otros, y según la nueva y esperpéntica ley de educación, no existió al iniciarse vuestra Historia en 1812) los patios de luces eran lo que hoy un plató de televisión. Los cotilleos salían del interior de las viviendas, recorrían quebradizos pasillos, pululaban por entre calzoncillos y faldones expuestos a un escaso y fugaz sol y, en su peregrinaje, iban engordando. La verdad se maquillaba para que fuera más sangrante. En su defecto, la murmuración se expandía. Invariablemente, una y otra, cuando llegaban al cuarto piso, se habían travestido de calumnia, esa que mataba lentamente sin que el ejecutado -¡miren ustedes por dónde!- fuera consciente de su propia ejecución y de la identidad del verdugo inicial o primario -como gusten-.

En esos patios, en los corrales de comedias, en las calles de orines y excrementos, en rincones y plazas tenuemente iluminados en las noches eternamente repetidas, en recodos impensables, la «sin hueso» se ejercitaba, expandiendo y dramatizando lo oído movida por la curiosidad. Ahí nacieron los primeros y rudimentarios CNI, MI6, CIA, Mossad, etc… Y a ti te asalta también la curiosidad: ¿a qué pensaban ciertos políticos que se dedicaban los servicios secretos de los estados? ¿A jugar al parchís? Comprendes perfectamente el enfado de quien ha sido vigilado en la denominada operación «Pegasus» o de aquellos constitucionalistas que, presuntamente, también fueron fisgoneados por los Mossos d’Esquadra, a la par que te asombra su repentina y esperemos que sincera ingenuidad… En fin…

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De hecho, en vuestro presente, nadie conoce a nadie y, paralela y paradójicamente, algunos lo saben absolutamente todo sobre ti y sobre cualquiera. Les apuestas lo que quieran a que «Google», si quisiera, sabría el color de los calcetines que tú te has puesto, costosamente –cosas de la edad- esta mañana… Tú y usted…

Por no hablar de otros CNI sempiternos: la barra de un bar, la panadería de la esquina, la barbería, la peluquería, la sala de espera de un dentista, etc…

Por eso, el único servicio secreto que te cae verdaderamente bien es la T.I.A. y sus inefables agentes Mortadelo y Filemón, sin obviar a la «salida» de Ofelia, eternamente prendada del maestro del disfraz… Son espías inanes que, encima, te sacan unas risas, lo que, y con la que está cayendo, es de agradecer…

Y finalizas con una curiosidad personal: ¿Quién ocupará la próxima portada de «Pronto», la del domingo uno? Sin embargo, en este caso, no es curiosidad, sino certeza. Escribes estas líneas el viernes 29, pero te jugarías una mariscada a que ese lugar privilegiado estará copado –una vez más- por la Esteban y su caída y posterior operación. España llorará durante meses (nutrida por bolos y rentables exclusivas) su infortunio, sin percatarse, no obstante, de ese obrero, anciano ya, al que, sin poder acceder aun a su jubilación, no le queda otra que jugársela, diariamente, en un andamio…