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Cuando una persona teme manifestar, públicamente, lo que piensa o lo que cree, está enferma. Ella y la sociedad en la que vive. En los regímenes totalitarios la falta de libertad de expresión surgía de una coacción física, legislativa, explícita… En algunas democracias, la represión se ejerce a través de los estados de opinión o de lo que las clases dirigentes y/o los poderes fácticos determinan como políticamente correcto. En estos últimos casos, la pena no es la de prisión, pero sí la del ostracismo, la del ninguneo o la de la burla. Así, por ejemplo, algunos católicos se avergonzarán de mostrarse abiertamente como tales por temor a ser ridiculizados por quienes, desde un fascismo de diverso color, habrán establecido que la fe es una antigualla propia de carcas. Los ejemplos serían interminables.  En la década de los sesenta, en Estados Unidos, confesarse socialista implicaba un curioso apartheid social…

-¿Te acuerdas?
- ¿De qué?
- De aquel viejo relato de un rey, un sastre y un niño…

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La historia es conocida… Un sastre vendió a un monarca un traje inexistente, diciéndole que sólo las personas inteligentes podían verlo… Mientras el rey se pavoneaba, desnudo, por las calles, el pueblo, temeroso de ser tildado de imbécil, elogiaba la belleza de esas irreales vestimentas… Hasta que un niño se atrevió a decir la verdad, dejando en evidencia la desnudez del jerarca y la hipocresía, cobardía y estupidez de la corte y de  sus súbditos. Tendríais tal vez que mudaros, pues,  en niños para desenmascarar a tanto vividor que, en diversos ambientes y amparándose en un nombre, en una fama, sobrevive a costa de vuestros miedos o de vuestra absoluta incapacidad por proclamar vuestra verdad, quizás errónea, pero vuestra, al fin y al cabo…
    
El mundo del arte y de la cultura no son, desgraciadamente, la excepción… Recuerdas, en este sentido, algunos ejemplos curiosos: la de un inmenso óleo vendido en Barcelona por unos doce mil euros y en el que, bajo el título de «Soledad», el autor había dado una única y diminuta pincelada de color negro sobre una tela sin tratar de más de tres metros. «Efectivamente –te dijiste, 'conmovido' - ese trazo negro ha de sentirse muy solo en un mundo completamente blanco, el de la tela…» Chapeau!  O ese otro caso –sigues- en el que un cuadro se reducía a tres líneas uniformes, como trazadas con rodillo. Una era azul cielo, la otra marrón y la última azul marino. ¿El título? «Isla». ¡Bien!  Y, aunque, probablemente,  todos los espectadores de ambas proezas, en su fuero interno, estaban convencidos de que aquello era una auténtica tomadura de pelo, nadie osó expresarlo, sin embargo, por temor al qué dirán…   ¿Cuál fue la última experiencia? Tal vez  la película «La gran hermosura», del director Paolo Sorrentino (Il Divo), sacralizada ahora con un óscar a la mejor película de lengua no inglesa y que, a tu entender, no es sino un suntuoso fraude, cuando no un inane plagio de la memorable «La Dolce Vita» de Federico Fellini…

- ¿Qué dirán de ti?
- A estas alturas prefiero ser niño, que bufón…
- Pero… ¿Qué dirán de ti?
- De ti y de los espectadores que, al cabo de una hora de proyección, iban abandonando la Sala Aribau de Barcelona en curiosa procesión…

Vivisteis muchos años bajo una dictadura. Con mordazas. Anhelabais libertad de expresión. Os la habían sajado con leyes, tribunales de orden público y censuras varias. Las mordazas ahora son otras, más sutiles. Y el temible T.O.P se ha metamorfoseado en estados de opinión igualmente opresores. Nadie regala la libertad. Se regalan chuches o lo que carece de valor. Lo sustancial a la vida y a la dignidad, no. Se conquista. Por tanto sería urgente expresar lo que sentís, a pesar de que podáis convertiros en salmones. Perder el miedo  a defender las convicciones es urgente y un sano ejercicio de democracia auténtica. Porque siempre será preferible ser niño, que hipócrita bufón…