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En todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces logra este último imponerse»

Marguerite Yourcenar

Paco Pérez era, en el sentido estricto de la palabra, un hombre bueno. Aunque se consideraba un intolerante. Tolerar –creía- era soportar, aguantar. Y Paco no deseaba ni soportar ni aguantar a nadie, sino convivir amablemente con todos desde el respeto y el amor. Guiado por esa misma bonhomía, se había decantado por el débil frente al fuerte, por el obrero ante el patrón, por el niño ante el adulto, etc. Y había abogado, en difíciles tiempos oscuros, por los marginados, apartados por su credo, ideología o sexualidad. De hecho, en plena posguerra, se había interesado fervientemente por el feminismo y por la acción valiente y decidida de mujeres históricas que, por defender su causa, habían vivido situaciones harto difíciles: Mary Wollstonecraft, Sojourner Truth, Margaret Fuller, Lucy Ston,    Clara Zetkin y un largo etcétera. Paco era, pues, como una especie de precursor de mucho de lo que aparentaba suceder en la actualidad. Un intolerante tolerante o, si se quiere, un tolerante intolerante. Lo que no era, era imbécil. De ahí que le molestaran algunas gilipolleces que manaban del «pijismo» moderno y del fanatismo y sus dogmas de fe que éste siempre imponía.

Un día, Paco Pérez decidió dejar de hablar. Tal vez porque, cada vez que osaba abrir la boca, algunos/algunas/algunes niñatos/as/niñates (desconocedoros/as/es de su vida, de sus principios y de cuánto había hecho él por la Igualdad real) le tildaban de homófobo, sexista, racista, machista, transfobo, discáfobo, transespeciafobo, etc…

- ¿Discáfobo yo? –se decía a sí mismo y con razón-.     

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No en vano Paco Pérez llevaba cuatro lustros cuidando de Andrés, su hijo, enfermo de un mal progresivo e incurable y por el que, curiosamente, no recibía del Estado ayuda alguna…

La cosa fue a peor. Paco, un miércoles otoñal y frío, optó por encerrarse en casa y no salir nunca más al mundo exterior, un mundo que ya no comprendía. Hiciera lo que hiciera, no dejaba de cometer «micro machismos». Ceder el asiento de un autocar a una mujer embarazada había sido el último. Nadie se preguntó si el intolerante tolerante (él) lo había hecho por exhibir su condición de varón supremacista o por puro acto de humanidad... Paco conocía perfectamente la respuesta...

Y ahí se quedó, en una sociedad que sabía de continentes, pero no de contenidos. Un universo que, frecuentemente, se quedaba en las palabras: en los «elles», en un perpetuo «le», pero en el que se mandaban al ostracismo, probablemente por ignorancia, los «epicenos»… Mientras se configuraba esa casta, enfermos terminales de ELA eran dejados a la mano de Dios, el Tercer Mundo quedaba muy lejano y la igualdad únicamente se aplicaba a una colectividad opulenta y probablemente aburrida en la que el decorado lo era todo… ¿Las niñas obligadas a casarse prematuramente? ¡Omitámoslas/los/les! ¿El trato del hombre para con la mujer en el Islam, presente ya en esa misma sociedad? ¡Preguntas que formulan los fachas!

Cuentan que, en su última salida, Paco Pérez acarició a un perro y tuvo un sobresalto al percatarse de que, en realidad, era un hombre disfrazado de tal. No faltó, en esa tesitura, quien, con condescendencia –en esta ocasión tuvo suerte-, le explicara lo que era la «trans-especie»...

Cuentan, igualmente, que el señor/la señora/el señor Pérez se pasa hoy los días cuidando de su hijo y que, con frecuencia, se pregunta qué pensarían sobre lo narrado algunas de esas feministas con pedigrí a cuyas biografías se seguía acercando con admiración. Esas, sí, que jamás habrían ocupado un despacho ni mucho menos un cargo, al entender que lo suyo era estar en la calle, en la lucha, esa que incluiría también a tanta mujer a la que no se defiende por el hecho de ser la propiedad de un islamista…

Y ahí está Paco, ese buen hombre tolerante que una sociedad loca calificó de intolerante, hizo enmudecer y aprisionó en su hogar metido a gueto y desde el que él sigue amando, sin excepciones,    a todo hijo de vecino…